miércoles, 22 de diciembre de 2010

AQUÍ TE AMO.


En los oscuros pinos se desenreda el viento.

Fosforece la luna sobre las aguas errantes.
Andan días iguales persiguiéndose.

Se desciñe la niebla en danzantes figuras.
Una gaviota de plata se descuelga del ocaso.
A veces una vela. Altas, altas estrellas.

O la cruz negra de un barco.
Solo.
A veces amanezco, y hasta mi alma esta húmeda.
Suena, resuena el mar lejano.
Este es un puerto.
Aquí te amo.

Aquí te amo y en vano te oculta el horizonte.
Te estoy amando aún entre estas frías cosas.
A veces van mis besos en esos barcos graves,
que corren por el mar hacia donde no llegan.

Ya me veo olvidado como estas viejas anclas.
son más tristes los muelles cuando atraca la tarde.
Se fatiga mi vida inútilmente hambrienta.
Amo lo que no tengo. Estás tú tan distante.

Mi hastío forcejea con los lentos crepúsculos.
Pero la noche llega y comienza a cantarme.
La luna hace girar su rodaje de sueño.

Me miran con tus ojos las estrellas más grandes.
Y como yo te amo, los pinos en el viento,
quieren cantar tu nombre con sus hojas de alambre.


Pablo Neruda (también)



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domingo, 12 de diciembre de 2010

Un segundo de odio


Casi imperceptible y casi el primero, provocome apenas un instante de ceguedad y una fracción más de inestabilidad. Estaba desorientado, pero era curiosamente imposible reparar en aquello pues la lucidez era suficiente para ejecutar, carente de toda técnica e inteligencia, una tarea tan primitiva.

En cierto modo era como volver a un estado anterior, sentirme más cerca de la tierra y más lejos de mis contraproducentes procederes racionales.

Fatalmente fue más fácil y exitosa aquella riña de embriaguez que cualquier sobria intervención que hubiera querido promover; hubiese sido al fin su resultado trabajosamente cruel, menos por ser una decisión descabellada que por estadística. No es útil poner a prueba los ineludibles augurios inductivos, que válidos o no terminan siendo verdaderos.

No sé si alguna vez habré evitado con tanta agilidad las trampas de aquellas veredas, o si habré calculado tan exactamente las distancias y velocidades de vehículos y personas, expandiendo el desorden sobre la buena gente que antes me acogía entre sus desorbitadas expresiones de molestia y susto por tanto disturbio. Creo que alguien me reconoció, pero no es posible el contacto entre seres de mundos tan distintos, por lo que nadie alteró sus planes ni sus conversaciones cuando hube ya pasado.

Inevitablemente mi ceguera y desconcierto fueron en aumento, aunque mi sensación de omnipotencia y de inmortalidad no dieron un paso atrás ni en los momentos más cruentos. La piel sobre mis uñas y la carne y los huesos sobre mis manos me provocaban un placer que no era posible disfrutar completamente en ese momento, pero que era ciertamente creciente. La sensación de magullar, cortar y lesionar era liberadora.

Por supuesto que hasta los más hermosos momentos como aquél cuando pertenecí puramente a mi raza también terminan, y es necesario aclarar que hasta muchas horas después sentí ese imaginario poder, esa mentira, esa seguridad de no ser tan pequeño puesto que no había más que músculos y esqueletos caminando alrededor.

Afortunadamente todavía no llegaba el amanecer, por lo que pude descansar con mi cara al suelo de la estación, jugueteando con restos de mis dientes entre la lengua y el paladar, buscando divertido los nuevos huecos en mi dentadura.

Casi por divertir con mis escena a alguno de los pocos seres más grandes que yo, lloré sintiendo mucha más tristeza de la que en verdad podía sentir; abrí los ojos y me entretuve pensando cuán lejos estaba de la muerte en aquél estado a pesar de mi condición lamentable y que podría ir más lejos la siguiente vez.

Es mentira que hay un solo paso entre el abrazo sobre el andén y el silencio de las vías por las que desparramaba mi sangre.


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jueves, 2 de diciembre de 2010

Me siento feliz, y me siento azul, y te siento también

Qué nostalgia de extrañar las noches simples de aquellos años. Extraño la calma de sus tiernos arrumacos aún en las épocas en que no eran correspondidos.
Después llegaste y me enseñaste el amor, y te lo llevaste con todo lo que cupo en ese saco de gracias.

Te extraño, y estoy hueco, y la combinación en este caso es tan irremediable como mortal.

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martes, 28 de septiembre de 2010

Noticias

Las noticias eran muy lejanas y, casi por inevitable consecuencia, las crónicas fueron variantes e imprecisas. Las personas y los animales eran (por primera vez) acertadamente confundidos unos con otros. Así, algún caballo intentaba salvar a un perro y una esposa a su conejo, y todos corrían casi en la misma dirección hacia cualquier sitio donde la muerte fuera menos evidente e inmediata.

Aquí la sospecha sobre el verdadero triunfo debe pronunciarse casi con obligación, cuando no con irritación por no poder contenerla. Pues bien es cuestionable el sentimiento victorioso que recae sobre un cristiano envuelto en asfalto caliente que celebra su momentáneo escape sólo para desvanecerse irreversiblemente luego, con suerte si es pronto y de manera veloz. ¿Y si no desvaneciera? ¿Si no desvaneciera acaso el asfalto se enfriaría desprendiéndose de su piel y actuando de ungüento embellecedor, otorgándole junto con la fama del sobreviviente el beneficio de sus pares? ¿Acaso por no diluirse en la historia le tocaría recuperar el pasado destruido?

Ni siquiera tan poco como eso le correspondería.

Y me detengo, puesto que cuantos más intersticios se acurrucan entre los caminos de la reflexión, más me asalta una idea noble sobre los olvidados cobardes que se paralizaron y olvidaron cómo caminar y cómo correr. Al oír en las crónicas sobre sus gritos no puedo evitar creer que algunos fueron de juego o de maravilla, y un poco envidio su disposición y claridad.

Durante algunas noches soñé con estos hombres. En los mejores sueños éramos varios, aunque siempre ellos fueron iguales entre sí. Con el correr de las jornadas nos fuimos haciendo amigos y comenzamos a compartir habladurías e intercambiar anécdotas de aquellos tiempos cuando no teníamos tiempo de recordar historias de tanto que las generábamos. En las últimas noches jugamos largos partidos de truco, y a mi me afectaba el orgullo perder porque sospechaba que ellos eran extranjeros.

Una noche, al fin, fue la última. Estábamos solos con uno de ellos, y no perdimos tiempo en charlas ni partidos sino que nos centramos en nuestro real asunto.

Mientras se intuían las sombras correr el resplandor se incrementaba casi agradablemente sin cesar. El calor y la onda expansiva nos golpearon prácticamente en simultáneo, aunque mientras el primero aumentaba la segunda disminuía su rebeldía a cada instante.

Al cabo de unos segundos de disfrutar conmigo mismo todo aquello decidí echar un vistazo a mi amigo y compartir mi alegría con él.

Su piel era sólo un arreglo de polietileno arrugado o derretido, las uñas se quemaban fundiéndosele entre los dedos, los pulmones eran antorchas rabiosas agujereando por todo lo ancho al hombre.

En ese momento, tras mucho tiempo y de manera totalmente pura, sentí que alguien me acompañaba y estaba compartiendo su mayor instante conmigo, el instante de ver la energía de frente y atropellarla de una sola vez, en el que se obtiene la sabiduría para preferir disfrutar con cada célula que se derrite o incinera antes de transformarse en polvo al fin.

Desde ese día no hay más noches, ni he vuelto a soñar, ni he sentido más que envidia al sospechar que aquél extranjero no estaba durmiendo.

 

 

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Correspondencia


Cid había pensado en escribirle a la señorita N. confesándole sus sentimientos de manera ordenada, enumerada, planificada y entendible, intentando que sus palabras fueran entonces irremediablemente convincentes. Pensó en la carta, pero no la escribió.
En el sobre, que probablemente sería en verdad una pequeña caja, habría varios textos estrechamente relacionados: uno o dos de ellos consistirían en juramentos de amor eterno como en las peores circunstancias se había acostumbrado a gritar; un texto explicativo describiría nuevamente los motivos de su naufragio, para luego concluir en apenas un resumen de sus mencionadas declaraciones amorosas; una simple hoja de amor paterno, como el amor que siente un creador por su creación, advertiría a la señorita de los peligros que debía evitar en su vida; consideraciones sobre sus deseos de felicidad hacia ella aún por encima del deseo de quietud para sus propios pensamientos ponderarían eficazmente sus prioridades; y demás artículos y anexos que no evitarían contradecirse unos con otros completarían la encomienda.
Cid era capaz de jurar a cuenta de su piel que el amor de la señorita N. era inagotable y perpetuo, apenas dos renglones después de reflexionar sobre las ideas y los modos libertinos y peligrosos de su enamorada, para concluir con convencimiento en que a pesar de estar él expuesto en extremo a la espera del sufrimiento más seguro y despiadado, sólo desviando las riendas del asunto hacia lugares seguros podría protegerla a ella de las oxidadas tijeras que él empuñaba torpemente y usaba sólo de manera involuntaria con sus infantiles movimientos.
No escribió la carta, pero estaba seguro que lo haría. Estaba convencido también de que no enviaría esa sino otra a la señorita N., y daba por sentado además que aunque él era el ser más indefenso a la vista, se arrancaría cada extremidad de suponer solamente que alguna de sus deterioradas garras pudiera rasguñar al indomable destino de su energía.
Deseaba arrepentirse de haberla encontrado, pero sólo deseaba.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Notas Privadas II (Fragmento)

Cid retomó sus notas mucho después, bajo circunstancias absolutamente diferentes y con su ánimo más pesado, más triste.
La prolongada interrupción de sus letras no se condecía en nada con su inspiración. Material de sobra inundaba cada día su cabeza, y no vagamente sino de manera concreta, casi con detalle palabra a palabra.
Dentro de sus torturas generales disfrutaba distrayéndose con sus relatos privados, sin escribir frase ninguna. Por su cabeza pasaron historias maravillosas.

miércoles, 28 de julio de 2010

Borrador

Y con ánimos de despedida, y deseos de ficción al sentir el eco de mi narración, te escribo. Y te escribo de manera única, sin esperanzas de reproducción, ni corrección, ni de buscar en la estética del envoltorio una excusa para dirigirte mis palabras y mis embrollos. Aunque también mis palabras y mis embrollos quisiera desviar de tu camino, mas no de tu destino.
Y hay mil, o tal vez dos mil, perfiles afilados, uno mas peligroso y sediento que el otro, y me empujan los míos desgarrándome la ropa, y la espalda, y la nuca, el cuello y la cabeza. Ah, la cabeza!
Pero a los desgarros físicos los desprecio en un acto único de egoísmo, y con desdén recuerdo la importancia que le daba a tener espalda, a tener cuello y ropa.
El problema está en mis sanas manos, y mis piernas inagotables que ni ante la espina ni la incomodidad del barro me dejan sentir siquiera dolor; mi parte de adelante quiere tus perfiles afilados. Quiere sentir esos mil indiscutibles cortes y agradecerlos con la cabeza gacha y con espíritu de redención. Quiere acunarte y abrazarte, e irse a otro lado dejando a la mitad trasera en el camino, con su ración de cabeza y el lado gris del corazón, el lado que nunca ve el sol.
Y no, no sienten nada mis manos: son atravesadas como fantasmas por los cuchillos pendencieros que a risotadas se dirigen hacia vos. No sienten nada mis piernas de acero, que corren sobre la arena y escalan todo peñasco sin la menor fatiga y sin denunciar dolor. Se apresuran a sobrepasar los cuchillos para que nuevamente mis manos se interpongan decididas en su camino, deseosas de sentir sangre entre sus dedos y las líneas de sus palmas, necesitadas de conocer que han desafilado un poco esas dagas malditas.
Quiero tener manos reales, quiero que mis falanges sean macizas y enormes para distraer al asesino hasta siempre.
Quiérote, y me quedo sin espalda.

jueves, 8 de abril de 2010

Premonición

Marcos Corvalán miró aquél lienzo adusto que protegía la mesa. El mantel, adornado por cuadros blancos y rojos atrajo una vez más a sus ojos, y describió también la expresión en su rostro.
Sus rasgos convencionales se tornaban de vez en cuando en esa mirada ensimismada. Al verlo, parecía que sus ojos le daban a uno la espalda, y que él se encontraba aislado completamente, desentrañando algún secreto interno, resolviendo numerosos problemas simultáneamente, y hallando las soluciones más complicadas para cada uno de ellos.
Marcos estaba, nuevamente, reforzando lazos. Y no lazos deseables, sino de esos que nunca deben ceder, pues la consecuencia sería una estampida terrible. Su mirada recitaba aquello; quien lo observaba se sentía atrapado por un drama y, como en una obra de teatro, tomaba parte por el protagonista, sentado apenas en el borde de la butaca.
Tal vez por fortuna, o tal vez porque sus momentos de batalla no eran casuales, casi nunca Marcos era visto en ese estado.
En aquella oportunidad, sólo su esposa lo acompañaba, aunque ella no se vio afectada por la condición de su marido, pues ni siquiera tuvo tiempo de notarla; Marcos ganó rápidamente esa vez, aunque dolorosamente también, como en cada ocasión.
La desconexión se produjo justo en el momento en que Julia se daba vuelta, llevando los restos de la ensalada hacia el interior de la casa, para luego preparar y servir el café. A pesar de lo mucho que habían mejorado, ninguno de los dos podía aún disfrutar de algunas comidas sanas. Desde luego que esto apenas si llamaba la atención; por lo general era realmente intrascendente. Verdaderamente, a ella aún no le gustaba comer, pero esto era absolutamente secreto, pues nadie podría haberlo notado.
Sus cabellos, sueltos casi por completo, reflejaban aquél día al sol con extrema simpatía. Tampoco era notorio el deterioro pasado de los mismos, ni su extrañar a los negros circunstanciales, a la impostura.
Su vestido rojo, decorado a pintas blancas, se le veía espléndido nuevamente, y ella lo sabía, pues Marcos nunca dejaba lugar a dudas al respecto.
Sobre las apreciaciones de Marcos, cabe aclarar que algunas veces eran fraudulentas, pero sus engaños no eran demasiado frecuentes, pues Julia era una mujer en realidad deslumbrante.
El café a veces estaba cerca de traerles recuerdos, pero ellos no se enteraban ninguna vez, pues eligieron que así fuera.
Junto a su taza, Marcos apoyó su anotador y, en conjunto con su esposa, comenzó a transformar el blanco papel en el esqueleto de una nueva poesía. Y era una poesía blanca también, tanto que apenas se leía; nada tenía que ver con sus escritos de otros tiempos, que el café casi les hace recordar.
Y mientras escribía (quién sabe en verdad durante cuántas horas), ambos aprobaban lo bello y correcto de algún autor francés, y admiraban livianamente antiguos discursos filosóficos, tomándolos con guantes, y cambiándolos de una mano a la otra constantemente para evitar quemarse, o rasguñarse, o disentir.
Después de tanto, estuvo completa la primera y definitiva versión de la blanca poesía. Hablaba con amplio léxico e inobjetable fluidez de alguna flor púrpura, que era imaginable en detalle tan sólo con leer aquellas líneas maestras de la descripción. En las hojas previas de aquél anotador se describían numerosas flores perfectas, pájaros inventados y cascadas inconcebibles; aunque no está mal observar que ningún viento, depredador o desierto era mencionado siquiera. La abundancia de recursos en la escritura de Marcos le permitía llevar adelante estas restricciones de manera definitiva.
Julia limpió todo lo que recordaba al almuerzo, tomó un vaso más de agua, y arregló sus cabellos de manera delicada y hermosa, casi como transportándose a otra década. Marcos se abrigó, porque caía la tarde. No hacía frío, pero caía la tarde. Era hora de hacer visitas, y regalos, y cumplidos. Era agradable para ellos visitar a sus familiares, que aprobaban cada una de sus decisiones, y los utilizaban siempre de ejemplo en las conversaciones con sus vecinos.

Entonces, algo inesperado ocurrió.
Aunque parecían haber transcurrido décadas entre el comienzo del almuerzo y el final de la cena en casa de los padres de Julia, Marcos aún no lograba conciliar un sueño estable. Resopló molesto y acalorado, se quitó de encima la mitad de sus frazadas y se dio vuelta, para apoyarse sobre el extremo opuesto de la almohada.
Esta vez soñó que Julia era asiática, y descuidada, y que se destruían y construían hasta no soportarse; que viajaban, siendo amigos al partir, enemigos desde la mitad del viaje, e inseparables justo antes de llegar.
Salieron hacia la casa de sus padres numerosas veces, pero generalmente terminaban discutiendo sobre filosofía casera, ebrios y embarrados en risotadas.

Pero ese lado de la almohada tenía algo, era más alto e incómodo, y al cabo de unos segundos de utilizarlo Marcos resopló y tapose nuevamente.
Volvió a su posición anterior y observó fijamente a la pared, desvelado y temeroso del lado cómodo de la almohada.

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domingo, 3 de enero de 2010

Observame



A menos que te llamen Perseo, o te quedes sin perdón, observame. Es fácil pedírtelo, yo te conozco, y ningún disfraz se parece a vos; tus idas al color del sol en la tarde, y tus vueltas al café salvador no te ensombrecen en lo más mínimo. Tus visitas a la puerta de la mañana no hacen más que agregar tinta del mismo tintero a tu carta, colores de la misma paleta a tu dibujo. Y son muchos tus colores, más de los que yo conozco, pero afortunadamente limitados, y cada riesgo que tomás al plasmar tus pinceladas en una combinación espontánea, no es más que cambiar de imprenta a cursiva tu narración, no significa más que otro naipe de la misma baraja.

Observame si decís que es tu única forma de ver a través de la ropa que te imaginas en mí; estoy desnudo, estimada, aunque me mueva rápidamente y no lo notes. Y sólo tengo dieciséis colores para mostrarte. Los exhibo de a uno, de a dos o de a tres, en distintas combinaciones; antes los mostraba de a cuatro por vez, y vos veías un arco iris en mi simple movimiento.

Observame, no me opongo, y después imaginate de nuevo ese arco iris, esa orilla que yo no dejo de sentir en la palma de tus manos, mientras te resguardo de lo inofensivo, y ese caminar, que no dejo de ejercer. Aprovechemos que no veo tu ropa, quitátela y caminemos.



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