jueves, 8 de abril de 2010

Premonición

Marcos Corvalán miró aquél lienzo adusto que protegía la mesa. El mantel, adornado por cuadros blancos y rojos atrajo una vez más a sus ojos, y describió también la expresión en su rostro.
Sus rasgos convencionales se tornaban de vez en cuando en esa mirada ensimismada. Al verlo, parecía que sus ojos le daban a uno la espalda, y que él se encontraba aislado completamente, desentrañando algún secreto interno, resolviendo numerosos problemas simultáneamente, y hallando las soluciones más complicadas para cada uno de ellos.
Marcos estaba, nuevamente, reforzando lazos. Y no lazos deseables, sino de esos que nunca deben ceder, pues la consecuencia sería una estampida terrible. Su mirada recitaba aquello; quien lo observaba se sentía atrapado por un drama y, como en una obra de teatro, tomaba parte por el protagonista, sentado apenas en el borde de la butaca.
Tal vez por fortuna, o tal vez porque sus momentos de batalla no eran casuales, casi nunca Marcos era visto en ese estado.
En aquella oportunidad, sólo su esposa lo acompañaba, aunque ella no se vio afectada por la condición de su marido, pues ni siquiera tuvo tiempo de notarla; Marcos ganó rápidamente esa vez, aunque dolorosamente también, como en cada ocasión.
La desconexión se produjo justo en el momento en que Julia se daba vuelta, llevando los restos de la ensalada hacia el interior de la casa, para luego preparar y servir el café. A pesar de lo mucho que habían mejorado, ninguno de los dos podía aún disfrutar de algunas comidas sanas. Desde luego que esto apenas si llamaba la atención; por lo general era realmente intrascendente. Verdaderamente, a ella aún no le gustaba comer, pero esto era absolutamente secreto, pues nadie podría haberlo notado.
Sus cabellos, sueltos casi por completo, reflejaban aquél día al sol con extrema simpatía. Tampoco era notorio el deterioro pasado de los mismos, ni su extrañar a los negros circunstanciales, a la impostura.
Su vestido rojo, decorado a pintas blancas, se le veía espléndido nuevamente, y ella lo sabía, pues Marcos nunca dejaba lugar a dudas al respecto.
Sobre las apreciaciones de Marcos, cabe aclarar que algunas veces eran fraudulentas, pero sus engaños no eran demasiado frecuentes, pues Julia era una mujer en realidad deslumbrante.
El café a veces estaba cerca de traerles recuerdos, pero ellos no se enteraban ninguna vez, pues eligieron que así fuera.
Junto a su taza, Marcos apoyó su anotador y, en conjunto con su esposa, comenzó a transformar el blanco papel en el esqueleto de una nueva poesía. Y era una poesía blanca también, tanto que apenas se leía; nada tenía que ver con sus escritos de otros tiempos, que el café casi les hace recordar.
Y mientras escribía (quién sabe en verdad durante cuántas horas), ambos aprobaban lo bello y correcto de algún autor francés, y admiraban livianamente antiguos discursos filosóficos, tomándolos con guantes, y cambiándolos de una mano a la otra constantemente para evitar quemarse, o rasguñarse, o disentir.
Después de tanto, estuvo completa la primera y definitiva versión de la blanca poesía. Hablaba con amplio léxico e inobjetable fluidez de alguna flor púrpura, que era imaginable en detalle tan sólo con leer aquellas líneas maestras de la descripción. En las hojas previas de aquél anotador se describían numerosas flores perfectas, pájaros inventados y cascadas inconcebibles; aunque no está mal observar que ningún viento, depredador o desierto era mencionado siquiera. La abundancia de recursos en la escritura de Marcos le permitía llevar adelante estas restricciones de manera definitiva.
Julia limpió todo lo que recordaba al almuerzo, tomó un vaso más de agua, y arregló sus cabellos de manera delicada y hermosa, casi como transportándose a otra década. Marcos se abrigó, porque caía la tarde. No hacía frío, pero caía la tarde. Era hora de hacer visitas, y regalos, y cumplidos. Era agradable para ellos visitar a sus familiares, que aprobaban cada una de sus decisiones, y los utilizaban siempre de ejemplo en las conversaciones con sus vecinos.

Entonces, algo inesperado ocurrió.
Aunque parecían haber transcurrido décadas entre el comienzo del almuerzo y el final de la cena en casa de los padres de Julia, Marcos aún no lograba conciliar un sueño estable. Resopló molesto y acalorado, se quitó de encima la mitad de sus frazadas y se dio vuelta, para apoyarse sobre el extremo opuesto de la almohada.
Esta vez soñó que Julia era asiática, y descuidada, y que se destruían y construían hasta no soportarse; que viajaban, siendo amigos al partir, enemigos desde la mitad del viaje, e inseparables justo antes de llegar.
Salieron hacia la casa de sus padres numerosas veces, pero generalmente terminaban discutiendo sobre filosofía casera, ebrios y embarrados en risotadas.

Pero ese lado de la almohada tenía algo, era más alto e incómodo, y al cabo de unos segundos de utilizarlo Marcos resopló y tapose nuevamente.
Volvió a su posición anterior y observó fijamente a la pared, desvelado y temeroso del lado cómodo de la almohada.

.