martes, 28 de septiembre de 2010

Noticias

Las noticias eran muy lejanas y, casi por inevitable consecuencia, las crónicas fueron variantes e imprecisas. Las personas y los animales eran (por primera vez) acertadamente confundidos unos con otros. Así, algún caballo intentaba salvar a un perro y una esposa a su conejo, y todos corrían casi en la misma dirección hacia cualquier sitio donde la muerte fuera menos evidente e inmediata.

Aquí la sospecha sobre el verdadero triunfo debe pronunciarse casi con obligación, cuando no con irritación por no poder contenerla. Pues bien es cuestionable el sentimiento victorioso que recae sobre un cristiano envuelto en asfalto caliente que celebra su momentáneo escape sólo para desvanecerse irreversiblemente luego, con suerte si es pronto y de manera veloz. ¿Y si no desvaneciera? ¿Si no desvaneciera acaso el asfalto se enfriaría desprendiéndose de su piel y actuando de ungüento embellecedor, otorgándole junto con la fama del sobreviviente el beneficio de sus pares? ¿Acaso por no diluirse en la historia le tocaría recuperar el pasado destruido?

Ni siquiera tan poco como eso le correspondería.

Y me detengo, puesto que cuantos más intersticios se acurrucan entre los caminos de la reflexión, más me asalta una idea noble sobre los olvidados cobardes que se paralizaron y olvidaron cómo caminar y cómo correr. Al oír en las crónicas sobre sus gritos no puedo evitar creer que algunos fueron de juego o de maravilla, y un poco envidio su disposición y claridad.

Durante algunas noches soñé con estos hombres. En los mejores sueños éramos varios, aunque siempre ellos fueron iguales entre sí. Con el correr de las jornadas nos fuimos haciendo amigos y comenzamos a compartir habladurías e intercambiar anécdotas de aquellos tiempos cuando no teníamos tiempo de recordar historias de tanto que las generábamos. En las últimas noches jugamos largos partidos de truco, y a mi me afectaba el orgullo perder porque sospechaba que ellos eran extranjeros.

Una noche, al fin, fue la última. Estábamos solos con uno de ellos, y no perdimos tiempo en charlas ni partidos sino que nos centramos en nuestro real asunto.

Mientras se intuían las sombras correr el resplandor se incrementaba casi agradablemente sin cesar. El calor y la onda expansiva nos golpearon prácticamente en simultáneo, aunque mientras el primero aumentaba la segunda disminuía su rebeldía a cada instante.

Al cabo de unos segundos de disfrutar conmigo mismo todo aquello decidí echar un vistazo a mi amigo y compartir mi alegría con él.

Su piel era sólo un arreglo de polietileno arrugado o derretido, las uñas se quemaban fundiéndosele entre los dedos, los pulmones eran antorchas rabiosas agujereando por todo lo ancho al hombre.

En ese momento, tras mucho tiempo y de manera totalmente pura, sentí que alguien me acompañaba y estaba compartiendo su mayor instante conmigo, el instante de ver la energía de frente y atropellarla de una sola vez, en el que se obtiene la sabiduría para preferir disfrutar con cada célula que se derrite o incinera antes de transformarse en polvo al fin.

Desde ese día no hay más noches, ni he vuelto a soñar, ni he sentido más que envidia al sospechar que aquél extranjero no estaba durmiendo.

 

 

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Correspondencia


Cid había pensado en escribirle a la señorita N. confesándole sus sentimientos de manera ordenada, enumerada, planificada y entendible, intentando que sus palabras fueran entonces irremediablemente convincentes. Pensó en la carta, pero no la escribió.
En el sobre, que probablemente sería en verdad una pequeña caja, habría varios textos estrechamente relacionados: uno o dos de ellos consistirían en juramentos de amor eterno como en las peores circunstancias se había acostumbrado a gritar; un texto explicativo describiría nuevamente los motivos de su naufragio, para luego concluir en apenas un resumen de sus mencionadas declaraciones amorosas; una simple hoja de amor paterno, como el amor que siente un creador por su creación, advertiría a la señorita de los peligros que debía evitar en su vida; consideraciones sobre sus deseos de felicidad hacia ella aún por encima del deseo de quietud para sus propios pensamientos ponderarían eficazmente sus prioridades; y demás artículos y anexos que no evitarían contradecirse unos con otros completarían la encomienda.
Cid era capaz de jurar a cuenta de su piel que el amor de la señorita N. era inagotable y perpetuo, apenas dos renglones después de reflexionar sobre las ideas y los modos libertinos y peligrosos de su enamorada, para concluir con convencimiento en que a pesar de estar él expuesto en extremo a la espera del sufrimiento más seguro y despiadado, sólo desviando las riendas del asunto hacia lugares seguros podría protegerla a ella de las oxidadas tijeras que él empuñaba torpemente y usaba sólo de manera involuntaria con sus infantiles movimientos.
No escribió la carta, pero estaba seguro que lo haría. Estaba convencido también de que no enviaría esa sino otra a la señorita N., y daba por sentado además que aunque él era el ser más indefenso a la vista, se arrancaría cada extremidad de suponer solamente que alguna de sus deterioradas garras pudiera rasguñar al indomable destino de su energía.
Deseaba arrepentirse de haberla encontrado, pero sólo deseaba.