Y con ánimos de despedida, y deseos de ficción al sentir el eco de mi narración, te escribo. Y te escribo de manera única, sin esperanzas de reproducción, ni corrección, ni de buscar en la estética del envoltorio una excusa para dirigirte mis palabras y mis embrollos. Aunque también mis palabras y mis embrollos quisiera desviar de tu camino, mas no de tu destino.
Y hay mil, o tal vez dos mil, perfiles afilados, uno mas peligroso y sediento que el otro, y me empujan los míos desgarrándome la ropa, y la espalda, y la nuca, el cuello y la cabeza. Ah, la cabeza!
Pero a los desgarros físicos los desprecio en un acto único de egoísmo, y con desdén recuerdo la importancia que le daba a tener espalda, a tener cuello y ropa.
El problema está en mis sanas manos, y mis piernas inagotables que ni ante la espina ni la incomodidad del barro me dejan sentir siquiera dolor; mi parte de adelante quiere tus perfiles afilados. Quiere sentir esos mil indiscutibles cortes y agradecerlos con la cabeza gacha y con espíritu de redención. Quiere acunarte y abrazarte, e irse a otro lado dejando a la mitad trasera en el camino, con su ración de cabeza y el lado gris del corazón, el lado que nunca ve el sol.
Y no, no sienten nada mis manos: son atravesadas como fantasmas por los cuchillos pendencieros que a risotadas se dirigen hacia vos. No sienten nada mis piernas de acero, que corren sobre la arena y escalan todo peñasco sin la menor fatiga y sin denunciar dolor. Se apresuran a sobrepasar los cuchillos para que nuevamente mis manos se interpongan decididas en su camino, deseosas de sentir sangre entre sus dedos y las líneas de sus palmas, necesitadas de conocer que han desafilado un poco esas dagas malditas.
Quiero tener manos reales, quiero que mis falanges sean macizas y enormes para distraer al asesino hasta siempre.
Quiérote, y me quedo sin espalda.