A menos que te llamen Perseo, o te quedes sin perdón, observame. Es fácil pedírtelo, yo te conozco, y ningún disfraz se parece a vos; tus idas al color del sol en la tarde, y tus vueltas al café salvador no te ensombrecen en lo más mínimo. Tus visitas a la puerta de la mañana no hacen más que agregar tinta del mismo tintero a tu carta, colores de la misma paleta a tu dibujo. Y son muchos tus colores, más de los que yo conozco, pero afortunadamente limitados, y cada riesgo que tomás al plasmar tus pinceladas en una combinación espontánea, no es más que cambiar de imprenta a cursiva tu narración, no significa más que otro naipe de la misma baraja.
Observame si decís que es tu única forma de ver a través de la ropa que te imaginas en mí; estoy desnudo, estimada, aunque me mueva rápidamente y no lo notes. Y sólo tengo dieciséis colores para mostrarte. Los exhibo de a uno, de a dos o de a tres, en distintas combinaciones; antes los mostraba de a cuatro por vez, y vos veías un arco iris en mi simple movimiento.
Observame, no me opongo, y después imaginate de nuevo ese arco iris, esa orilla que yo no dejo de sentir en la palma de tus manos, mientras te resguardo de lo inofensivo, y ese caminar, que no dejo de ejercer. Aprovechemos que no veo tu ropa, quitátela y caminemos.
.