domingo, 12 de diciembre de 2010

Un segundo de odio


Casi imperceptible y casi el primero, provocome apenas un instante de ceguedad y una fracción más de inestabilidad. Estaba desorientado, pero era curiosamente imposible reparar en aquello pues la lucidez era suficiente para ejecutar, carente de toda técnica e inteligencia, una tarea tan primitiva.

En cierto modo era como volver a un estado anterior, sentirme más cerca de la tierra y más lejos de mis contraproducentes procederes racionales.

Fatalmente fue más fácil y exitosa aquella riña de embriaguez que cualquier sobria intervención que hubiera querido promover; hubiese sido al fin su resultado trabajosamente cruel, menos por ser una decisión descabellada que por estadística. No es útil poner a prueba los ineludibles augurios inductivos, que válidos o no terminan siendo verdaderos.

No sé si alguna vez habré evitado con tanta agilidad las trampas de aquellas veredas, o si habré calculado tan exactamente las distancias y velocidades de vehículos y personas, expandiendo el desorden sobre la buena gente que antes me acogía entre sus desorbitadas expresiones de molestia y susto por tanto disturbio. Creo que alguien me reconoció, pero no es posible el contacto entre seres de mundos tan distintos, por lo que nadie alteró sus planes ni sus conversaciones cuando hube ya pasado.

Inevitablemente mi ceguera y desconcierto fueron en aumento, aunque mi sensación de omnipotencia y de inmortalidad no dieron un paso atrás ni en los momentos más cruentos. La piel sobre mis uñas y la carne y los huesos sobre mis manos me provocaban un placer que no era posible disfrutar completamente en ese momento, pero que era ciertamente creciente. La sensación de magullar, cortar y lesionar era liberadora.

Por supuesto que hasta los más hermosos momentos como aquél cuando pertenecí puramente a mi raza también terminan, y es necesario aclarar que hasta muchas horas después sentí ese imaginario poder, esa mentira, esa seguridad de no ser tan pequeño puesto que no había más que músculos y esqueletos caminando alrededor.

Afortunadamente todavía no llegaba el amanecer, por lo que pude descansar con mi cara al suelo de la estación, jugueteando con restos de mis dientes entre la lengua y el paladar, buscando divertido los nuevos huecos en mi dentadura.

Casi por divertir con mis escena a alguno de los pocos seres más grandes que yo, lloré sintiendo mucha más tristeza de la que en verdad podía sentir; abrí los ojos y me entretuve pensando cuán lejos estaba de la muerte en aquél estado a pesar de mi condición lamentable y que podría ir más lejos la siguiente vez.

Es mentira que hay un solo paso entre el abrazo sobre el andén y el silencio de las vías por las que desparramaba mi sangre.


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